Reflejos de Lucerna
El pianista atacó su última pieza ante un público que, ajeno a sus
esfuerzos y comprensibles limitaciones, apuraba sus últimos tragos,
concluía sus últimas conversaciones y salían ordenadamente del bar.
Apuré mi último sorbo de whisky y esperé a salir del local en último
lugar. No por nada en concreto, solamente para despedirme de Cleo y del
novato pianista hasta el día siguiente, como tenía acostumbrado. Me
calcé mis desgastados guantes de piel, me cubrí el cuello y parte del
rostro con la vieja bufanda de cachemir que me había regalado Martina y
me dispuse a buscar alguna taberna que permaneciera abierta cerca del
paseo fluvial con la certeza de que no quedaban bares abiertos a esas
altas horas de la madrugada. Caminé por las calles de Lucerna en
silencio, tentando mis pasos a causa del Whisky, buscando con la mirada
el transcurrir nocturno de los cisnes por los alrededores de los muros
del Kapellbrücke. Un grupo de jovenes, probablemente músicos de alguna
orquesta local, apareció de un callejuela colindante y se me quedaron
mirando unos segundos, como si me conocieran de algo o me hubieran visto
una de aquellas noches por los cafés y terrazas de la ciudad. Hacerse
popular, o mejor dicho, visión habitual para los tenues y discretos
transeuntes de Lucerna, es algo de lo que uno no puede sentirse
orgulloso. Al menos en esta ciudad. Pues esta ciudad, según el mismo
Cleo, que la conoce bien, o mejor dicho, que no ha conocido otra en su
vida, solo alberga de noche a los desarrapados, a los olvidados, a los
que esperan masacrados el día entero a que caiga la noche y se
oscurezcan de sombras azules las cumbres del Circle d´Or para así poder
deambular sin restricciones por estas calles inertes en las que se ha
convertido la Europa invernal y civilizada. Asomé al estanque y ví mi
propio reflejo en las placas de aguas cristalizadas por el frío. Pensé
en Picasso, en las razones que lo llevaron a instalarse en esta tristeza
de vida durante más de treinta años, en las nieves perpetuas que
salpicaban el horizonte de Lucerna de constelaciones blancas y
brillantes, en las maravillosas páginas que hubiera escrito Proust
partiendo de este instante, en que si no escribía una sola línea desde
hacia meses no valía la pena seguir vagando sólo por las calles de Suiza
y que lo mejor (o lo más práctico) sería que volviera a casa.
Pero se me ocurrió, otra vez Cleo y sus malditas verdades, que el
tiempo me permitía volcar la mirada atrás, pero nunca deshacer el camino
recorrido. Y entonces, como era lógico e inevitable, pensé en Martina.
En como se las apañaría para cuidar sola de nuestra hija, en su hilillo
de voz, en sus desvelos y lamentos cargados de razón. En que lo mejor
sería que se olvidara de mí y que se buscara otro hombre. Un hombre sin
fisuras y que, ¡por dios!, no se hallara invadido por esta enfermedad de
la literatura. Sin embargo las únicas noticias que tuve de ella, aunque
sean un poco antiguas, eran que estaba removiendo cielo y tierra para
encontrarme. Pobre Martina, pobre mi llave, pobre compañera de vuelo
nocturno. Aún no se había enterado, o no se había querido enterar, lo
que es peor todavía, que yo era la causa común y única de todas sus
desgracias.
Me agarré a mi abrigo, crucé el Kapellbrücke, y pensando en mi
desperdiciada juventud, y también en malheridos leones de piedra, volví
al calor del hostal.
Alejandro Gimenez Robres
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