Lo bueno de ser una rata
Desperté. Prefería vivir, pero desperté. Las ventanas de mis ojos,
atascadas por grasa de legañas, se desgajan torpemente. Chirrían,
cansadas ya de la monotonía del abre-cierra automatizado. Pienso: “qué
duro ser párpado” (otra absurda idea de las que foguean de temprano).
Así, al menos, no estoy solo. Un poco loco, quizás, pero, ¿quién no lo
está? Si en este mundo faltan bocas y corazones que alimentar. Al
desperezarme, sigo sin enterarme del sentido de la cuasi esclavitud a la
que fui condenado. El cómo llegué a este punto es una cuestión que,
entre primero café y después ron, debatiré con el que, desde lo más
alto, con imperativo índice manda.
La ciudad se viste, en segundos, de luces y sonidos tras, en la noche, agonizar moribunda. Algo inquietó mi fase REM: gritos de amor, soledad y muerte que se dejaban escuchar en las esquinas más arrinconadas, en el asfalto más rodado, en lo más negro de las sombras, no deseando más que ahogarse en oídos encerados. De repente, silencio. Atroz silencio que daba guerra, sin incesantes grillos. Nunca se conocieron herreros que trabajasen así la pesadumbre (se dice que se esconden en soles saltarines mas sus martillos no volverán a repiquetear).
Desde arriba, se aprecian hormigas que, en des-conjunto, marchan y desfilan sorteando avenidas y callejones sedientos de ser pisados. Mastico una bocanada de aire, sin dar las gracias y observo, en medio de un profano bostezo, al gigante en el que vivo. Mi barrio prefiere esconderse de la buena fama, huyendo deprisa de turistas y curiosos. Que lo califiquen como les dé la gana, sus vetustas casas aguantan con denuedo el expansionismo de superficiales bloques de pisos que no saben nadar. Salgo afuera y, de nuevo, la imaginación me salpica: “ese árbol parece deprimido, ¿por qué nadie le hará cosquillas?” y, seguidamente, “joder, Dámaso, deberías dejar las sandeces en casa”. Alcanzo, probablemente, uno de los mejores momentos de la jornada: el Metro. Cómo disfruto fisgoneando lo cotidiano de las personas, desde la expresión de apresuradas prisas hasta el cansancio vomitado por la rutina. Así soy yo, tan impertérrito como una peñasco pero, a la vez, ladrón de sonrisas al contemplar amor entre una pareja, el cuidado del progenitor por su descendencia o el ceder del joven su asiento a hastiadas viejas. Qué paradójico lugar. Miles de historias que se entrecruzan día tras día y, sin embargo, yo me bajo en esta.
Atormentado, enjaulado en el enfado, prosigo en el andado camino hasta llegar al lugar donde desempeño mi labranza. Siembro papeles, fotocopio desesperanza, bebo ruina, trivialidades ladro y discuto angustia. En definitiva, otro día igual. Cuando recapacitó el reloj colocando las agujas en su sitio, arrepentido de la tortura a la que acostumbra a someter, abracé la amnistía cotidiana, esa liberación que alegra a cada uno de los dedos de mis pies y me lleva de la mano. “¡Qué gustazo! ¡Vamos a la tasca a tomar un par de cañas!” Le sugerí al olvido.
La fragancia de la calle, antes tergiversada, se siente bien. Tras unas lentes optimistas, decido perderme y marrar saboreando lo incierto del destino. Las caras que se cruzan me son familiares; son los rostros de cualquier persona, de cualquier lugar, en cualquier momento. Están, mas podrían no estarlo; coincide que he torcido aquí, no allí; resulta que no habría escuchado esa canción que desempolva recuerdos del músico que dinero implora llover. En los escasos dos instantes y medio que vive el choque de direcciones, intento discernir cómo serán sus vidas, sus problemas, con qué se deleitan y qué les entristece. A pesar de que mi entusiasmo llora de capa caída, tres o cuatro ápices me reporta pensar en ellos. “¿Cavilarán? ¿Se preguntarán lo mismo?”. Y, acto seguido, “Tan solo si desvarían como tú, loco Dámaso; no riges bien”. Mejor mando callar a mi subconsciente (ese sí que no sabe lo que dice). Pero, sobre todo, “¿sospecharán la desdicha que arrastro?” Opto por desterrar tales perturbaciones y encaro una brizna de brisa que, en el aire sucio, incide.
La cerveza, en atasco por túnel oscuro, grita eructos de satisfacción. Nubes de humo y voces me conducen a un ataque a mano armada de tos. Es extraño pero, aunque presida la barra en soledad, me retiene el pringue que la sociedad dejó caer. Dentro de una burbuja personal, la barahúnda de cualquier bar pierde la condición de indómita. Vuelvo a maquinar: “Dámaso, si escribieses las cosas que se te ocurren cuando estás borracho, te harías de oro, chaval”. Sin embargo, demasiados lagrimales se han secado desde que fui desterrado al mental exilio. Con un codazo, “¿no te parece, olvido?”
Caminar y caminar; errar y errar. Una vez más sin rumbo, sin dirección, sin norte (debo tenerlo por aquí pero no sé dónde). La noche me arropa, me aprieta bien entre sus nictálopes y lúgubres notas que me hacen delirar. Ese fragor profundo cala hondo; ese grisáceo contenedor, por segundos, solicita relevo; ese gato, de argénteos luceros, se ríe de mí. Vil derrotero, carnívoro de caucho, desgasta los zapatos de este romero peregrino. Al abrazarme mendigo, desplómeme sobre mi ajetreado lecho, inclemente mármol de la caja de un banco se alegra de verme, dándome las buenas noches con gélido desprecio (de vagar y vagar, renací vagabundo).
Desperté. Prefería morir pero desperté. Separé las acartonadas sábanas, besé el suelo, me levanté y, entre moscas y mosquitos, empecé a abonar el sendero cagando dudas.
La ciudad se viste, en segundos, de luces y sonidos tras, en la noche, agonizar moribunda. Algo inquietó mi fase REM: gritos de amor, soledad y muerte que se dejaban escuchar en las esquinas más arrinconadas, en el asfalto más rodado, en lo más negro de las sombras, no deseando más que ahogarse en oídos encerados. De repente, silencio. Atroz silencio que daba guerra, sin incesantes grillos. Nunca se conocieron herreros que trabajasen así la pesadumbre (se dice que se esconden en soles saltarines mas sus martillos no volverán a repiquetear).
Desde arriba, se aprecian hormigas que, en des-conjunto, marchan y desfilan sorteando avenidas y callejones sedientos de ser pisados. Mastico una bocanada de aire, sin dar las gracias y observo, en medio de un profano bostezo, al gigante en el que vivo. Mi barrio prefiere esconderse de la buena fama, huyendo deprisa de turistas y curiosos. Que lo califiquen como les dé la gana, sus vetustas casas aguantan con denuedo el expansionismo de superficiales bloques de pisos que no saben nadar. Salgo afuera y, de nuevo, la imaginación me salpica: “ese árbol parece deprimido, ¿por qué nadie le hará cosquillas?” y, seguidamente, “joder, Dámaso, deberías dejar las sandeces en casa”. Alcanzo, probablemente, uno de los mejores momentos de la jornada: el Metro. Cómo disfruto fisgoneando lo cotidiano de las personas, desde la expresión de apresuradas prisas hasta el cansancio vomitado por la rutina. Así soy yo, tan impertérrito como una peñasco pero, a la vez, ladrón de sonrisas al contemplar amor entre una pareja, el cuidado del progenitor por su descendencia o el ceder del joven su asiento a hastiadas viejas. Qué paradójico lugar. Miles de historias que se entrecruzan día tras día y, sin embargo, yo me bajo en esta.
Atormentado, enjaulado en el enfado, prosigo en el andado camino hasta llegar al lugar donde desempeño mi labranza. Siembro papeles, fotocopio desesperanza, bebo ruina, trivialidades ladro y discuto angustia. En definitiva, otro día igual. Cuando recapacitó el reloj colocando las agujas en su sitio, arrepentido de la tortura a la que acostumbra a someter, abracé la amnistía cotidiana, esa liberación que alegra a cada uno de los dedos de mis pies y me lleva de la mano. “¡Qué gustazo! ¡Vamos a la tasca a tomar un par de cañas!” Le sugerí al olvido.
La fragancia de la calle, antes tergiversada, se siente bien. Tras unas lentes optimistas, decido perderme y marrar saboreando lo incierto del destino. Las caras que se cruzan me son familiares; son los rostros de cualquier persona, de cualquier lugar, en cualquier momento. Están, mas podrían no estarlo; coincide que he torcido aquí, no allí; resulta que no habría escuchado esa canción que desempolva recuerdos del músico que dinero implora llover. En los escasos dos instantes y medio que vive el choque de direcciones, intento discernir cómo serán sus vidas, sus problemas, con qué se deleitan y qué les entristece. A pesar de que mi entusiasmo llora de capa caída, tres o cuatro ápices me reporta pensar en ellos. “¿Cavilarán? ¿Se preguntarán lo mismo?”. Y, acto seguido, “Tan solo si desvarían como tú, loco Dámaso; no riges bien”. Mejor mando callar a mi subconsciente (ese sí que no sabe lo que dice). Pero, sobre todo, “¿sospecharán la desdicha que arrastro?” Opto por desterrar tales perturbaciones y encaro una brizna de brisa que, en el aire sucio, incide.
La cerveza, en atasco por túnel oscuro, grita eructos de satisfacción. Nubes de humo y voces me conducen a un ataque a mano armada de tos. Es extraño pero, aunque presida la barra en soledad, me retiene el pringue que la sociedad dejó caer. Dentro de una burbuja personal, la barahúnda de cualquier bar pierde la condición de indómita. Vuelvo a maquinar: “Dámaso, si escribieses las cosas que se te ocurren cuando estás borracho, te harías de oro, chaval”. Sin embargo, demasiados lagrimales se han secado desde que fui desterrado al mental exilio. Con un codazo, “¿no te parece, olvido?”
Caminar y caminar; errar y errar. Una vez más sin rumbo, sin dirección, sin norte (debo tenerlo por aquí pero no sé dónde). La noche me arropa, me aprieta bien entre sus nictálopes y lúgubres notas que me hacen delirar. Ese fragor profundo cala hondo; ese grisáceo contenedor, por segundos, solicita relevo; ese gato, de argénteos luceros, se ríe de mí. Vil derrotero, carnívoro de caucho, desgasta los zapatos de este romero peregrino. Al abrazarme mendigo, desplómeme sobre mi ajetreado lecho, inclemente mármol de la caja de un banco se alegra de verme, dándome las buenas noches con gélido desprecio (de vagar y vagar, renací vagabundo).
Desperté. Prefería morir pero desperté. Separé las acartonadas sábanas, besé el suelo, me levanté y, entre moscas y mosquitos, empecé a abonar el sendero cagando dudas.
Raul Jurado Gallego
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