La hermosura de la naturaleza de
aquel lugar era mágica. La hierba, bajo mis pies, era espesa y de un
color verde intenso. Esto hacía que sintiera el deseo de
descalzarme y correr por la amplia y empinada pradera para sentir su
tacto. Sobre todo ahora, en primavera, cuando los rayos del sol se
reflejaban en los blancos pétalos de las margaritas que
decoraban todo el campo. Sin duda ya sería especial sólo con eso,
pero había algo más, dos pequeños detalles que hacían este lugar único.
El río de agua cristalina descendía haciendo pequeñas
cataratas entre las rocas. El relajante sonido que emitía era
perfecto para poder pensar y tomar decisiones. Y justo al lado de este
se encontraba un enorme y precioso roble que hacía una gran
sombra para cobijarse los duros días de sol. Este, sin duda, era mi
lugar favorito.
Comencé a andar poco a poco hacia
el roble. Acercándome a aquella silueta masculina que poco a poco se
hacía más grande y nítida. No se dio cuenta de mi presencia
ni de cómo me paré a pocos metros de él observándole.
Él estaba leyendo como de
costumbre, mientras me esperaba. Su cabellera, lisa y morena, ondeaba
levemente por la suave brisa. Sus labios carnosos estaban
levemente curvados formando una sonrisa prácticamente imperceptible.
Y aunque la postura en la que se encontraba me impedía ver sus ojos
podía imaginármelos; de un color dorado, rodeado por
espesas pestañas, vivaces y soñadores, simplemente, maravillosos.
Sonreí ligeramente recordando su mirada, tan dulce. Él era aventurero,
salvaje y en ocasiones un tanto rudo, pero a la vez tierno
y amable. Era un amador de la naturaleza y cualquier ser vivo,
también era trabajador, y menos mal que lo era pues no tenía elección,
ya que al igual que yo, tenía obligaciones que
cumplir.
— ¿Llevas mucho esperando Liam?— dije al fin.
Él se giró hacia mí y una amplia sonrisa se dibujó en su cara.
— Ya era hora, me sentía muy solo—
dijo mientras se levantaba y me tomaba en brazos. Y luego mirando mi
nuevo vestido agregó: — Estás muy hermosa.
— Gracias— dije sonriendo tímidamente mientras mis pómulos se coloreaban un poco.
Ambos sonriendo nos sentamos bajo
nuestro roble. Tan grande, resistente y eterno como nuestro amor. Él me
rodeó con los brazos y yo me apoyé sobre su pecho. Eran
pocos los momentos en los que me podía sentir así de feliz. Sin
pensar en ningún problema más, dejando las ataduras sociales a un lado.
Y entonces, con tan sólo de
testigos el árbol, el río y las flores, me besó. Un beso perfecto, un
beso que sería incapaz de borrar de mis labios cuando me tuviera
que ir una vez más, fingiendo no conocerlo, fingiendo no sentir nada
por él.
Ambos fingiendo ser feliz perteneciendo a la realeza.
Destinados a gobernar reinos enemigos.
Noah Lloil
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