El sabor del arte
Un hermoso
color naranja teñía el inmenso cielo acompañado de un tono rosado que,
al unirse, transmitían un sentimiento de paz y relajación.
La estrella de este bello escenario no era otra que el astro de
fuego que se sumergía poco a poco en las aguas dejando reflejarse en
ellas. El mar, tan sabio como un anciano y tan dulce como la
sonrisa de un niño, veía interrumpida su tranquilidad cuando un
arroaz, empeñado en alcanzar el cielo, saltaba para luego volver a
zambullirse en las aguas cristalinas. Por supuesto, al igual que
los seres marinos disfrutaban del hermoso instante las aves no se
quedaban atrás. Surcando los cielos como si ellos fueran sus amos,
batían las alas y piaban perdiéndose en el
horizonte. Evidentemente, esta escena no sería igual de bella sin
las familias y las parejas que caminaban por el paseo de piedra y por la
orilla del mar; las enamoradas se sonrojaban
al sostener la mano de sus parejas, y viceversa, y los niños
correteaban jugando unos con otros, o con sus mascotas, mientras sus
padres les decían que no se alejaran demasiado.
En verdad era una escena digna de plasmar en un lienzo.
Todas aquellas personas tenían a alguien especial.
Y yo…
— ¡Ah! ¡Lo siento! ¡Siento mucho llegar tarde!— gritó una voz acelerada tras de mí.
Me giré en
busca de esa voz y me encontré con una chica menudita y con un cabello,
alborotado cabría decir, largo y azabache recogido en una
trenza. Respiraba de una manera acelerada intentando recuperar el
aliento mientras apoyaba sus manos en las rodillas algo dobladas. Su
cara, que solía ser de una tez clara, se veía roja tal cual
un tomate. Seguramente habría venido hasta aquí corriendo para no
llegar tarde. Estaba tan linda de esa manera…
Comencé a reírme al verla, era algo digno de ver.
— ¿D-De qué te
ríes Adrian?— me preguntó con una mirada siniestra que me hizo
replantearme el hecho de contestar o no la pregunta.
— Pues…—comencé a decir— tienes el pelo todo alborotado y la cara toda roja— dije mientras me reía de ella y la señalaba
maliciosamente.
Ella bufó—. ¿Tanto deseas morir?— preguntó mientras se sentaba a mi lado y acto seguido me empujaba con falsa indignación.
Tras eso su
actuación se desvaneció al ver el espléndido atardecer. Vi como sus ojos
brillaban al contemplarlo mientras las comisuras de sus
labios se curvaban formando una tenue sonrisa.
— Es hermoso…—
exclamó, o al menos eso creí oír, pues cada uno de mis sentidos se
concentraban en guardar cada detalle de ella en mi mente.
Sus ojos azules como el cielo a medio día eran rodeados por espesas y
largas pestañas negras que los hacían destacar. Su nariz, pequeña y
respingona estaba salpicada por pequeñas pecas castañas
que le daban un aire inocente. Y sus labios, suaves y carnosos se
veían pintados por un carmín color melocotón, del mismo tono que el
atardecer de este paisaje, como si fueran arte.
De pronto, las
mejillas que ya comenzaban a adquirir un tono más corriente se tornaron
rojizas de nuevo, pero esta vez no era por el
ejercicio. Me miró con unos ojos tímidos y vergonzosos y fue
entonces cuando me di cuenta de que ya llevaba un buen rato observando
con lujuria esos labios tan deseables. Parecía que el hermoso
atardecer que hasta hace unos minutos había estado observando se
hubiera concentrado en sus labios.
— ¿Qué miras?— preguntó frunciendo el ceño mientras desviaba la mirada.
Realmente esta
mujer me había derrotado. Siempre era tan cabezota, ruda, queriendo
hacer todo ella sola, cerrada, tan autosuficiente… Pero
ahí estaba, a mi lado, con las mejillas rojizas mirando a cualquier
otro lado menos a mí, temiendo descubrir sus sentimientos… Y lo que más
me agradaba era saber que yo era el único que podía
producir esas expresiones en su cara y que nadie más las veía.
Realmente era única.
— Eh, Renee—
la llamé tomando su rostro con mi mano para que me mirara. Al instante
ella contuvo la respiración y su rostro obtuvo un tono
rojizo más intenso.
— ¿Qué pasa?— contestó ruda.
Acerqué un poco mi cara a la de ella y ella soltó el aire que había estado reteniendo.
— ¿Alguna vez has probado el sabor del atardecer?— pregunté y ella respondió con una cara de extrañeza llena de sospecha.
Me acerqué más
a ella. Al principio la besé de una manera inocente, tan sólo rozando
sus labios y posándome en ellos luego. Pronto aquel
ingenuo beso se fue volviendo más intenso. Abrí mi boca pidiendo
paso a la suya y ella accedió sin titubear. Olvidé todo cuanto se
encontraba a mi alrededor; el sol, el cielo anaranjado, el mar,
los animales, las personas… Todo. Tan solo podía concentrarme en
ella y en ese dulce sabor que hacía que mi corazón se acelerara. Mordí
su labio inferior con picardía para saborear más sus labios
haciendo que ella emitiera un leve gemido. Y tan solo nos separamos
cuando nuestros pulmones reclamaron el oxígeno. Ella, acalorada y
sonrojada apartó la mirada y pasó su delicada mano por sus
labios, deteniéndola un segundo.
— Realmente te gusta sacarme de mis casillas, ¿eh?— dijo de nuevo con falsa indignación.
— Ya me conoces— sonreí tomándola de la mano a lo que ella no se opuso.
Luego
estuvimos en silencio unos minutos, admirando el paisaje. Era cierto,
disfrutaba haciéndola enfadar, aunque con el noble propósito de
admirar su belleza, pues esta se intensificaba con sus pequeños
arrebatos; debía admitir, también, que a veces simplemente me divertía
con ello.
Al final, completamente absorbida por el paisaje rijo:
— En verdad esto es arte.
— Sí— asentí, aunque no estaba del todo de acuerdo.
Para ella el
arte era una pintura, un dibujo, un escrito o un paisaje… Para mí el
arte era ella y los artistas aquellas dos personas que la
habían criado y convertido en la mujer que era hoy día. Si eso no
era arte no sabía que otra cosa podía serlo.
Miré de nuevo a
todas aquellas personas. Las madres, los padres, los niños, las
mascotas los enamorados… todos ellos tenían algo especial,
eso no podía negarlo. Pero todos me envidiarían si supiesen que yo
tenía un tesoro de incalculable valor, porque ella era perfecta; era una
tormenta, un baño refrescante en un día de calor, era
una rosa y un tsunami, ¡tantas cosas que la hacían tan perfecta! De
seguro que intentarían arrebatármelo, por ello debía de tratarla con la
mayor consideración y ternura para hacer que eso fuese
imposible.
La miré de nuevo, le di un beso en la frente y, acto seguido, le deshice la trenza.
— ¡Adrian!— gritó con mirada fulminante— ¡Será mejor que corras!
¡Oh, pero cuanto la amaba!
Y eché a correr.
Noah Lloil
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