13/12/12

Realidade Cero con Noah Lloil


El sabor del arte

Un hermoso color naranja teñía el inmenso cielo acompañado de un tono rosado que, al unirse, transmitían un sentimiento de paz y relajación. La estrella de este bello escenario no era otra que el astro de fuego que se sumergía poco a poco en las aguas dejando reflejarse en ellas. El mar, tan sabio como un anciano y tan dulce como la sonrisa de un niño, veía interrumpida su tranquilidad cuando un arroaz, empeñado en alcanzar el cielo, saltaba para luego volver a zambullirse en las aguas cristalinas. Por supuesto, al igual que los seres marinos disfrutaban del hermoso instante las aves no se quedaban atrás. Surcando los cielos como si ellos fueran sus amos, batían las alas y piaban perdiéndose en el horizonte.   Evidentemente, esta escena no sería igual de bella sin las familias y las parejas que caminaban por el paseo de piedra y por la orilla del mar; las enamoradas se sonrojaban al sostener la mano de sus parejas, y viceversa, y los niños correteaban jugando unos con otros, o con sus mascotas, mientras sus padres les decían que no se alejaran demasiado.
En verdad era una escena digna de plasmar en un lienzo.
Todas aquellas personas tenían a alguien especial.
Y yo…
— ¡Ah! ¡Lo siento! ¡Siento mucho llegar tarde!— gritó una voz acelerada tras de mí.
Me giré en busca de esa voz y me encontré con una chica menudita y con un cabello, alborotado cabría decir, largo y azabache recogido en una trenza. Respiraba de una manera acelerada intentando recuperar el aliento mientras apoyaba sus manos en las rodillas algo dobladas. Su cara, que solía ser de una tez clara, se veía roja tal cual un tomate. Seguramente habría venido hasta aquí corriendo para no llegar tarde. Estaba tan linda de esa manera…
Comencé a reírme al verla, era algo digno de ver.
— ¿D-De qué te ríes Adrian?— me preguntó con una mirada siniestra que me hizo replantearme el hecho de contestar o no la pregunta.
— Pues…—comencé a decir— tienes el pelo todo alborotado y la cara toda roja— dije mientras me reía de ella y la señalaba maliciosamente.
Ella bufó—. ¿Tanto deseas morir?— preguntó mientras se sentaba a mi lado y acto seguido me empujaba con falsa indignación.
Tras eso su actuación se desvaneció al ver el espléndido atardecer. Vi como sus ojos brillaban al contemplarlo mientras las comisuras de sus labios se curvaban formando una tenue sonrisa.
— Es hermoso…— exclamó, o al menos eso creí oír, pues cada uno de mis sentidos se concentraban en guardar cada detalle de ella en mi mente. Sus ojos azules como el cielo a medio día eran rodeados por espesas y largas pestañas negras que los hacían destacar. Su nariz, pequeña y respingona estaba salpicada por pequeñas pecas castañas que le daban un aire inocente. Y sus labios, suaves y carnosos se veían pintados por un carmín color melocotón, del mismo tono que el atardecer de este paisaje, como si fueran arte.
De pronto, las mejillas que ya comenzaban a adquirir un tono más corriente se tornaron rojizas de nuevo, pero esta vez no era por el ejercicio. Me miró con unos ojos tímidos y vergonzosos y fue entonces cuando me di cuenta de que ya llevaba un buen rato observando con lujuria esos labios tan deseables. Parecía que el hermoso atardecer que hasta hace unos minutos había estado observando se hubiera concentrado en sus labios.
— ¿Qué miras?— preguntó frunciendo el ceño mientras desviaba la mirada.
Realmente esta mujer me había derrotado. Siempre era tan cabezota, ruda, queriendo hacer todo ella sola, cerrada, tan autosuficiente… Pero ahí estaba, a mi lado, con las mejillas rojizas mirando a cualquier otro lado menos a mí, temiendo descubrir sus sentimientos… Y lo que más me agradaba era saber que yo era el único que podía producir esas expresiones en su cara y que nadie más las veía. Realmente era única.
— Eh, Renee— la llamé tomando su rostro con mi mano para que me mirara. Al instante ella contuvo la respiración y su rostro obtuvo un tono rojizo más intenso.
— ¿Qué pasa?— contestó ruda.
Acerqué un poco mi cara a la de ella y ella soltó el aire que había estado reteniendo.
— ¿Alguna vez has probado el sabor del atardecer?— pregunté y ella respondió con una cara de extrañeza llena de sospecha.
Me acerqué más a ella. Al principio la besé de una manera inocente, tan sólo rozando sus labios y posándome en ellos luego. Pronto aquel ingenuo beso se fue volviendo más intenso. Abrí mi boca pidiendo paso a la suya y ella accedió sin titubear. Olvidé todo cuanto se encontraba a mi alrededor; el sol, el cielo anaranjado, el mar, los animales, las personas… Todo. Tan solo podía concentrarme en ella y en ese dulce sabor que hacía que mi corazón se acelerara. Mordí su labio inferior con picardía para saborear más sus labios haciendo que ella emitiera un leve gemido. Y tan solo nos separamos cuando nuestros pulmones reclamaron el oxígeno. Ella, acalorada y sonrojada apartó la mirada y pasó su delicada mano por sus labios, deteniéndola un segundo.
— Realmente te gusta sacarme de mis casillas, ¿eh?— dijo de nuevo con falsa indignación.
— Ya me conoces— sonreí tomándola de la mano a lo que ella no se opuso.
Luego estuvimos en silencio unos minutos, admirando el paisaje. Era cierto, disfrutaba haciéndola enfadar, aunque con el noble propósito de admirar su belleza, pues esta se intensificaba con sus pequeños arrebatos; debía admitir, también, que a veces simplemente me divertía con ello.
Al final, completamente absorbida por el paisaje rijo:
— En verdad esto es arte.
— Sí— asentí, aunque no estaba del todo de acuerdo.
Para ella el arte era una pintura, un dibujo, un escrito o un paisaje… Para mí el arte era ella y los artistas aquellas dos personas que la habían criado y convertido en la mujer que era hoy día. Si eso no era arte no sabía que otra cosa podía serlo.
Miré de nuevo a todas aquellas personas. Las madres, los padres, los niños, las mascotas los enamorados… todos ellos tenían algo especial, eso no podía negarlo. Pero todos me envidiarían si supiesen que yo tenía un tesoro de incalculable valor, porque ella era perfecta; era una tormenta, un baño refrescante en un día de calor, era una rosa y un tsunami, ¡tantas cosas que la hacían tan perfecta! De seguro que intentarían arrebatármelo, por ello debía de tratarla con la mayor consideración y ternura para hacer que eso fuese imposible.
La miré de nuevo, le di un beso en la frente y, acto seguido, le deshice la trenza.
— ¡Adrian!— gritó con mirada fulminante— ¡Será mejor que corras!
¡Oh, pero cuanto la amaba!
Y eché a correr.

Noah Lloil 




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