Mi cálido ángel
Ya nada valía la pena. No podía recuperarla, no volvería a mí, jamás volvería a escuchar su voz.
Sentada al lado de la camilla, en la que se encontraba ella,
esperaba lo inevitable, su eterna oscuridad. Recordé cuando había
empezado todo, había sido un golpe tan duro para ella y
tan duro para mí.
“Sus largos y sedosos cabellos negros habían desaparecido. La tez morena que antes la hacía brillar como la luz del sol, se había tornado blanquecina y sin vida. Ya no parecía la misma muchacha de antes, con la energía y la alegría que hacía que desapareciera cualquier problema, como una luz que alumbraba la oscuridad. No, ahora estaba apagada, sus ojos estaban perdidos en alguna parte, su sonrisa se había borrado y parecía de porcelana, igual de frágil. Su vida se extinguía como una vela.
Y tan solo era el principio.”
Entrelacé mis dedos con los suyos, uniéndolos. Su mano estaba fría, como el mismo hielo. Eso me produjo un escalofrío que recorrió toda mi espalda hasta llegar a la nuca. La acerqué a mis labios y la besé, luego la coloqué entre mis manos, calentándola. Ojalá pudiera oír sus palabras una vez más, como cuando sonreía.
“Ya habían pasado tres semanas desde que nos habían dado el resultado de las pruebas. Cada vez la sentía más lejana, más débil. Ya casi no hablaba, no sonreía y ni tenía las ganas de sonreír. Sentí en mi pecho como se me rompía el corazón. Sentí ganas de morir y dejarlo todo, pero en medio de la tormenta alguien debía mantener la cabeza sobre los hombros, y, como madre, debía serenarme.
Respiré hondo varias veces y, una vez me tranquilicé, entré en la habitación. Mirando sobre la ventana, envuelta en una manta, se encontraba ella, con los ojos en la lejanía, perdidos, cubriéndose la cabeza desnuda con un pañuelo azul cielo.
Me acerqué y la besé en la frente. Ella se volvió un segundo y, tan pronto me vio, sus ojos se agrandaron y se llenaron de lágrimas. Pasó una mano por mi cabeza, no había un pelo sedoso, no la cubría nada, simplemente la piel. Si ella no podía sentirse hermosa, ¿por qué iba a sentirme así yo? Para mí ella era un tesoro, era lo más importante.
De pronto las lágrimas comenzaron a resbalar por nuestras mejillas y nos fundimos en un abrazo lleno de amor. Un abrazo que pareció eterno.
Y en mi nuca, con un susurro tembloroso por el llanto sentí como decía: Gracias mamá.”
La arropé con la sábana blanca. A pesar del calor sentía que era poco para ella. Acaricié sus mejillas mirándola con ojos llorosos y amargos. Parecía como si no fuera a despertar jamás, y, tal vez, jamás volvería a abrir sus ojos, ni una sola vez. Esperaba lo inevitable con agonía en mi corazón, como cuando uno espera la muerte. No, incluso peor. No me importaría entregar mi propia vida si así podía salvarla a ella, daría cualquier cosa.
“— ¿Dolerá? ¿Dolerá mucho?— dijo con voz temblorosa.
—No mi pequeña, estarás dormida cuando suceda— la consolé con un abrazo.
Entonces ella se separó, y me miró. Atisbé en su mirada agonía y tristeza. Tal vez no me creía, y seguía sintiendo temor. Pero en vez de eso separó sus labios y de ellos salieron unas palabras que me hicieron llorar y que jamás olvidaré.
—Entonces, ¿no te podré decir adiós? ¿No te podré decir cuánto te quiero?— y me abrazó como si no me quisiera soltar jamás, como si temiera perderme.”
El pulso era más lento. El final se acercaba y yo no podía evitarlo. Mi tesoro más preciado se escapaba, se perdía entre las tinieblas, y yo, no podría recuperarlo. Sentía ganas de llorar, de derrumbarme, pero todavía no podía. Ella seguía estando ahí, y mientras su pecho todavía se moviera yo estaría a su lado, sin derramar lágrimas. Casi habían desaparecido las alas blancas de su espalda, su vida se acababa.
“Se paró bajo un árbol y miró una mariposa que se sostenía sobre una amapola. La miraba con ojos curiosos y alegres, como antes, aunque no con la misma vida. Se giró cuidadosamente, y con delicada voz dijo:
—Ojalá pudiera volar, ojalá pudiera tener alas— extendió sus brazos para enfatizar sus palabras.
—Las tienes— dije mientras me acercaba a ella y me ponía a su lado—. Tú las tienes, pero son invisibles para tus ojos. Pero yo puedo verlas.
Y tras decir eso giró sobre sí misma como danzando. Como queriendo lucir sus alas. Y en ese momento las vi, brillando como el sol que iluminaba la tierra.”
Seguí contemplando su rostro mientras los segundos pasaban acercándola cada vez más a la muerte. Sumiéndola, poco a poco, en una oscuridad eterna. No sabía que sería de mi vida cuando ella no estuviera a mi lado. Ella era mi sol, mi luna en las noches. Era un día soleado en invierno, o la lluvia en el asfixiante verano. Ella lo era todo, y sin su compañía yo no sería nada.
“Se había despedido de todos sus amigo y de sus familiares. Ya solo quedábamos ella y yo en la habitación del hospital, acompañada de la enfermera que la sumiría en el sueño. Mientras cogían su brazo me dirigió su mirada, y con lágrimas en los ojos y una voz llena de amor y agradecimiento dijo:
— Si no vuelvo a despertar quiero que sepas que te quiero. Que eres la mejor madre del mundo. Que estuviste en cada momento a mi lado y que te lo agradezco de corazón— las lágrimas brotaron—. Te quiero, y siempre te querré.
La abracé con todas mis fuerzas y le dije cuanto la quería, que era mi vida, que lo era todo. Y poco a poco sus manos se fueron resbalando de mi espalda, y se durmió tan profundamente que parecía que nada la atormentaba y que pronto despertaría con energías para un nuevo dia y una gran sonrisa..”
La noche caía, el sol se marchaba. El ocaso reinaba con su luz anaranjada antes de cederle su trono a las estrellas y sumirse en el sueño. La respiración acompasada de ella se hacía más lenta, como si quisiera marchar con la luz del día. Y con la caída de la noche mi agonía y tristeza se intensificaban.
Y de pronto ocurrió.
El pitido que marcaba su pulso irregular se volvió continuo e incesante. Y apareció una grieta en mi interior. El leve movimiento de su pecho se paró, exhalando por última vez como si se le escapara la vida. Y me derrumbé. Rápidamente, con lágrimas y gritos, me levanté y llamé a un doctor.
Todo sucedió muy rápido, se acercaron a ella y me llevaron fuera de la habitación en contra de mi voluntad, mientras forcejeaba por volver al lado de mi pequeña y gritaba de desesperación. No intentaron reanimarla, eso sólo avivaría su vida unos pocos minutos más. Negaron con la cabeza y tan sólo recuerdo gritar y, luego, oscuridad. La había perdido, había perdido mi mayor tesoro, mi ángel.
Caminaba perdida de vuelta a mi hogar, el día de mañana sería muy largo. No sentía ganas de vivir, no había ninguna aspiración ni ningún deseo. No había nada por lo que luchar. Pronto llegué a la casa.
Habían desaparecido las risas y las alegrías. Sólo se sentía un incómodo y doloroso silencio interrumpido, a veces, por los chasquidos de los muebles. Sin ánimo subí, no me cambié, no me duché, no comí. Solo subí y me recosté en la cama. Sabía que no conseguiría dormir, pero al menos quería descansar y recordar tan hermosos momentos vividos.
Apoyé mi cabeza sobre la almohada, esperando que esta se amoldara a mi cabeza, pero no fue así. En ella había algo frío y un tanto duro que no se adaptaba a mi cara. Me levanté y vi una carta. El sobre era blanco, lo decoraba unos bordes plateados y unas letras cursivas en las que ponía: Para mamá. Sentí como le daba un vuelvo a mi corazón, y a prisa y con cuidado abrí el papel. En su interior vi una carta que, claramente, había escrito mi hija. ¿Cuándo lo había hecho? Sentí como algo oprimía mi pecho y comencé a leer.
“Sus largos y sedosos cabellos negros habían desaparecido. La tez morena que antes la hacía brillar como la luz del sol, se había tornado blanquecina y sin vida. Ya no parecía la misma muchacha de antes, con la energía y la alegría que hacía que desapareciera cualquier problema, como una luz que alumbraba la oscuridad. No, ahora estaba apagada, sus ojos estaban perdidos en alguna parte, su sonrisa se había borrado y parecía de porcelana, igual de frágil. Su vida se extinguía como una vela.
Y tan solo era el principio.”
Entrelacé mis dedos con los suyos, uniéndolos. Su mano estaba fría, como el mismo hielo. Eso me produjo un escalofrío que recorrió toda mi espalda hasta llegar a la nuca. La acerqué a mis labios y la besé, luego la coloqué entre mis manos, calentándola. Ojalá pudiera oír sus palabras una vez más, como cuando sonreía.
“Ya habían pasado tres semanas desde que nos habían dado el resultado de las pruebas. Cada vez la sentía más lejana, más débil. Ya casi no hablaba, no sonreía y ni tenía las ganas de sonreír. Sentí en mi pecho como se me rompía el corazón. Sentí ganas de morir y dejarlo todo, pero en medio de la tormenta alguien debía mantener la cabeza sobre los hombros, y, como madre, debía serenarme.
Respiré hondo varias veces y, una vez me tranquilicé, entré en la habitación. Mirando sobre la ventana, envuelta en una manta, se encontraba ella, con los ojos en la lejanía, perdidos, cubriéndose la cabeza desnuda con un pañuelo azul cielo.
Me acerqué y la besé en la frente. Ella se volvió un segundo y, tan pronto me vio, sus ojos se agrandaron y se llenaron de lágrimas. Pasó una mano por mi cabeza, no había un pelo sedoso, no la cubría nada, simplemente la piel. Si ella no podía sentirse hermosa, ¿por qué iba a sentirme así yo? Para mí ella era un tesoro, era lo más importante.
De pronto las lágrimas comenzaron a resbalar por nuestras mejillas y nos fundimos en un abrazo lleno de amor. Un abrazo que pareció eterno.
Y en mi nuca, con un susurro tembloroso por el llanto sentí como decía: Gracias mamá.”
La arropé con la sábana blanca. A pesar del calor sentía que era poco para ella. Acaricié sus mejillas mirándola con ojos llorosos y amargos. Parecía como si no fuera a despertar jamás, y, tal vez, jamás volvería a abrir sus ojos, ni una sola vez. Esperaba lo inevitable con agonía en mi corazón, como cuando uno espera la muerte. No, incluso peor. No me importaría entregar mi propia vida si así podía salvarla a ella, daría cualquier cosa.
“— ¿Dolerá? ¿Dolerá mucho?— dijo con voz temblorosa.
—No mi pequeña, estarás dormida cuando suceda— la consolé con un abrazo.
Entonces ella se separó, y me miró. Atisbé en su mirada agonía y tristeza. Tal vez no me creía, y seguía sintiendo temor. Pero en vez de eso separó sus labios y de ellos salieron unas palabras que me hicieron llorar y que jamás olvidaré.
—Entonces, ¿no te podré decir adiós? ¿No te podré decir cuánto te quiero?— y me abrazó como si no me quisiera soltar jamás, como si temiera perderme.”
El pulso era más lento. El final se acercaba y yo no podía evitarlo. Mi tesoro más preciado se escapaba, se perdía entre las tinieblas, y yo, no podría recuperarlo. Sentía ganas de llorar, de derrumbarme, pero todavía no podía. Ella seguía estando ahí, y mientras su pecho todavía se moviera yo estaría a su lado, sin derramar lágrimas. Casi habían desaparecido las alas blancas de su espalda, su vida se acababa.
“Se paró bajo un árbol y miró una mariposa que se sostenía sobre una amapola. La miraba con ojos curiosos y alegres, como antes, aunque no con la misma vida. Se giró cuidadosamente, y con delicada voz dijo:
—Ojalá pudiera volar, ojalá pudiera tener alas— extendió sus brazos para enfatizar sus palabras.
—Las tienes— dije mientras me acercaba a ella y me ponía a su lado—. Tú las tienes, pero son invisibles para tus ojos. Pero yo puedo verlas.
Y tras decir eso giró sobre sí misma como danzando. Como queriendo lucir sus alas. Y en ese momento las vi, brillando como el sol que iluminaba la tierra.”
Seguí contemplando su rostro mientras los segundos pasaban acercándola cada vez más a la muerte. Sumiéndola, poco a poco, en una oscuridad eterna. No sabía que sería de mi vida cuando ella no estuviera a mi lado. Ella era mi sol, mi luna en las noches. Era un día soleado en invierno, o la lluvia en el asfixiante verano. Ella lo era todo, y sin su compañía yo no sería nada.
“Se había despedido de todos sus amigo y de sus familiares. Ya solo quedábamos ella y yo en la habitación del hospital, acompañada de la enfermera que la sumiría en el sueño. Mientras cogían su brazo me dirigió su mirada, y con lágrimas en los ojos y una voz llena de amor y agradecimiento dijo:
— Si no vuelvo a despertar quiero que sepas que te quiero. Que eres la mejor madre del mundo. Que estuviste en cada momento a mi lado y que te lo agradezco de corazón— las lágrimas brotaron—. Te quiero, y siempre te querré.
La abracé con todas mis fuerzas y le dije cuanto la quería, que era mi vida, que lo era todo. Y poco a poco sus manos se fueron resbalando de mi espalda, y se durmió tan profundamente que parecía que nada la atormentaba y que pronto despertaría con energías para un nuevo dia y una gran sonrisa..”
La noche caía, el sol se marchaba. El ocaso reinaba con su luz anaranjada antes de cederle su trono a las estrellas y sumirse en el sueño. La respiración acompasada de ella se hacía más lenta, como si quisiera marchar con la luz del día. Y con la caída de la noche mi agonía y tristeza se intensificaban.
Y de pronto ocurrió.
El pitido que marcaba su pulso irregular se volvió continuo e incesante. Y apareció una grieta en mi interior. El leve movimiento de su pecho se paró, exhalando por última vez como si se le escapara la vida. Y me derrumbé. Rápidamente, con lágrimas y gritos, me levanté y llamé a un doctor.
Todo sucedió muy rápido, se acercaron a ella y me llevaron fuera de la habitación en contra de mi voluntad, mientras forcejeaba por volver al lado de mi pequeña y gritaba de desesperación. No intentaron reanimarla, eso sólo avivaría su vida unos pocos minutos más. Negaron con la cabeza y tan sólo recuerdo gritar y, luego, oscuridad. La había perdido, había perdido mi mayor tesoro, mi ángel.
Caminaba perdida de vuelta a mi hogar, el día de mañana sería muy largo. No sentía ganas de vivir, no había ninguna aspiración ni ningún deseo. No había nada por lo que luchar. Pronto llegué a la casa.
Habían desaparecido las risas y las alegrías. Sólo se sentía un incómodo y doloroso silencio interrumpido, a veces, por los chasquidos de los muebles. Sin ánimo subí, no me cambié, no me duché, no comí. Solo subí y me recosté en la cama. Sabía que no conseguiría dormir, pero al menos quería descansar y recordar tan hermosos momentos vividos.
Apoyé mi cabeza sobre la almohada, esperando que esta se amoldara a mi cabeza, pero no fue así. En ella había algo frío y un tanto duro que no se adaptaba a mi cara. Me levanté y vi una carta. El sobre era blanco, lo decoraba unos bordes plateados y unas letras cursivas en las que ponía: Para mamá. Sentí como le daba un vuelvo a mi corazón, y a prisa y con cuidado abrí el papel. En su interior vi una carta que, claramente, había escrito mi hija. ¿Cuándo lo había hecho? Sentí como algo oprimía mi pecho y comencé a leer.
Querida mamá:
No sabía si podría despedirme de ti, por eso decidí escribirte esta carta. Creo que hay muchas cosas que nunca te dije, y me parecía un error marcharme sin hacerlo.
Lo primero, te quiero. Te quiero con todo mi corazón, con toda mi alma y con toda mi mente. Siempre has estado a mi lado apoyándome. Siempre me diste fuerzas cuando pensé que todo estaba perdido. E incluso al borde del abismo te pusiste a mi lado y agarraste mi mano, y no me dejaste caer. Sí, peleamos muchas veces. Pero también nos abrazamos y lloramos juntas. Y estos últimos meses me enseñaron que eres especial. Que sin ti no habría podido aguantar hasta el final con las mismas fuerzas. Que por ti lo daría todo. Que tú me enseñaste a levantarme y seguir adelante.
Lo segundo, se feliz. Lo único que temo es que, cuando cierre los ojos, te hundas para siempre y que no veas la luz que tú me hiciste ver en los momentos más difíciles de mi vida. Te mereces ser feliz, como lo he sido yo gracias a ti. Por eso, busca la felicidad, la encontrarás, volverás a reír y así, yo descansaré en paz. Y no sientas tristeza por mí, tal vez nos volvamos a ver, pero ojalá que no sea pronto, quiero que vivas.
Te quiero.
Gracias por todo mamá.
Apreté contra mi pecho la carta. Las lágrimas brotaron y el llanto vino a mí. Y así pasé toda la noche, con la carta en las manos. Con el recuerdo de mi hija en la memoria. Con el recuerdo de su sonrisa y sus alas cargadas de alegría extinguida.
Lloré por ella, lloré por mí. Por los días que había tenido y que jamás recordaría.
Y cuando llegó el amanecer quedé dormida entre lágrimas, entre los rayos que anunciaban un nuevo día. Sintiendo que era la misma luz cálida que un día mi pequeña me había mostrado con sus alas.
Era la luz de la esperanza de no tener que decir “adiós” sino “hasta pronto”.
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