Desesperación
La esperanza
se había agotado. Estaba encerrada en un cuarto húmedo y frío iluminado
simplemente por la luz de la tenue luna que entraba por
la pequeña ventana de barrotes.
Las lágrimas
empapaban mi cara amoratada al oír los gritos desesperados de la otra
habitación, los golpes, el sonido oxidado de la sierra
mecánica y las carcajadas de aquel ser abominable. Me temblaban las
piernas, sentía el chirrido de mis dientes y mi respiración agitada.
Quise calmarme, pero aquellos gritos no me lo
permitían.
Maldije el
momento en el que mi amiga y yo decidimos atajar por aquel callejón
oscuro y desierto. Maldije el momento en el que aquella
furgoneta vieja aparcó delante y nos pidió indicaciones. Maldije el
momento en el que nos acercamos a ayudar. Y maldije mil veces al hombre
que estaba torturando a mi mejor amiga, y que pronto,
me torturaría a mí.
Sin que los
gritos cesaran pensé en mi familia. No volvería a verlos jamás. Ojalá
hubiera podido despedirme de ellos con un beso y no con
aquel enfado infantil. No podía perdonarme eso y también saber
cuánto daño les haría esta noticia. ¿Pero qué podía hacer yo ahora?
Nadie sabía que estábamos aquí, nadie nos salvaría. Había
perdido toda esperanza.
— ¡No!— dije—. No me puedo rendir—me recordé.
Volví a mirar
los barrotes de la ventana. Estaban viejos y oxidados. La pared que los
sostenía tenía innumerables grietas alrededor, que
mostraban, que con paciencia y fuerza acabarían cediendo. Debía
escapar, pedir ayuda para salvar a mi amiga. Aquí sentada, llorando, no
conseguiría nada, tan solo cavar mi propia tumba.
Intenté
deshacerme de la cuerda que ataba mis manos irritadas, pero fue en vano.
Miré alrededor en busca de algún objeto cortante, en un
lugar abandonado como este no debería ser difícil. Pronto, mi vista
se paró en un cristal roto en la otra esquina de aquella habitación. Me
acerqué hasta ella como pude, arrastrándome por el frío
y húmedo suelo. Cuando llegué, agotada por el esfuerzo, me puse de
espaldas y cogí uno de los trozos. Con un poco de tiempo me solté, pero
justo cuando la cuerda cedió escuché un ruidoso golpe y
un último grito. Encendió de nuevo la moto sierra, pero no había
chillidos. Ignoré lo que significaba aquello, pues si dejaba que aquella
idea penetrara en mi mente me fallarían las pocas fuerzas
que me quedaban.
Terminé de
desatarme rápido los pies y me levanté. Podía hacer ruido, el agresor no
me oiría. Tiré de los barrotes, pero no logré nada. Seguí
tirando bruscamente y el alrededor de los barrotes empezó a ceder.
La moto sierra se apagó, yo di un último tirón y todo se desplomó
provocando un gran estruendo.
Escuché las rápidas pisadas hacia la habitación en la que me encontraba y rápidamente subí a la ventana rota.
— Casi está, casi está— me repetí cuándo sólo me faltaban las piernas.
Pero me
faltaron unos segundos. Escuché el chirriante sonido de la puerta al
abrirse. No me giré, no quería volver a ver su cara. Intenté
escapar más deprisa, pero justo cuándo me iba a levantar su mano me
agarró la pierna. Tiré de ella intentando soltarla, pero él no desistía.
Sentí como un objeto afilado penetraba en mi pierna
provocándome un intenso dolor agudo y haciéndome gritar. Le di una
patada con la otra pierna y me soltó.
Me levanté y comencé a andar cojeando mientras la sangre brotaba de la pierna e iba cayendo dejando el rastro.
— ¿Crees que puedes huir de mí?— dijo riéndose aquella tétrica y grave voz.
Escuché como
cargaban un arma y miré atrás. Lo vi, me apuntaba con una pistola. Tal
vez tendría suerte y moriría del balazo. Pero me
equivocaba. El disparo fue a parar a mi pierna sana haciéndome caer a
la hierba fresca. Me arrastré, grité pidiendo auxilio, esperando un
milagro. Estaba desesperaba, la sangre se me había
congelado, ya no era capaz de huir.
Intenté
adentrarme en el bosque para esconderme, pero no lo logré. Las pisadas
de aquel hombre cruel llegaron hasta mí, y en aquel momento
supe que haber intentado escaparme había sido un error.
—Te haré pagar
esto, niña— dijo la voz áspera—. Desearás haber sido tu amiga cuándo
empiece contigo— me amenazó con esa mirada que mostraba
que carecía de corazón.
Me arrastró
cogida de una pierna. Forcejeé en vano. Grité sin resultado. Se me
rompieron las uñas y me sangraron los dedos del esfuerzo de
agarrarme a la hierba. Y volví a entrar en aquella casa abandonada,
en la que se había matado a mi amiga. Entré sabiendo que jamás volvería a
salir. Entré sabiendo que mi muerte no sería rápida
ni plácida, sino que desearía no haber existido jamás. Y entré
deseando que nadie volviera a caer en la trampa.
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